¡Qué cerca, el mar, Juan! ¡Y qué lejos la tarde! Aquella que nos abriste los ojos mientras tú cerrabas tu mirada. Ese fue tu mensaje, el mismo que seguimos acariciando cuando el sol de octubre nos recuerda que sigues en nosotros cada día.
Puedes imaginar la melodía de Serrat mientras los dos, ella, tu ella, y yo paseamos nuestra pequeña libertad por la orilla del Mediterráneo. Y eso que no eran nuestras olas, ni nuestra luz, ni el perfume de nuestra Valencia amada. No lo eran por mucho que quieran asemejarse, pero lo que vive en nosotros, el aire que respiraste al nacer, al crecer, al amar, al conquistar, al darnos la vida, ese aire, querido Juan, no lo hay en ningún otro lugar del mundo. Por eso lo añoramos y lo necesitamos. Por eso seguimos queriendo regresar, a la terreta, al lloc en que el cielo se hace ser.
Hoy, a ocho años de tu último abrazo, aún nos quedan muchas cosas que decirnos. ¡Y mira que nos dijimos! ¡Y mira que nuestros encuentros siempre fueron un homenaje a la palabra!. Hoy, querido Juan, nuestros labios siguen respirando la misma luz que coronó tu despedida. Así ha sido cada otoño, así ha sido siempre. Y las voces de los niños, otros niños, los mismos niños, ¡quién sabe! Y es asomarme al balcón de tu sonrisa y reconocer cada luminoso rincón de tu memoria. En vísperas del Pilar, siempre es así. En vísperas de acoger el sonido de tu voz, tan clara y perceptible, tan rotunda y suave a la vez.
¿Recuerdas, Juan, que te hemos contado que el xiquet ha elegido el camino de la luz y la anchura del horizonte? Sí, sé que lo recuerdas. Y sé que sigues a su lado, hablándole mientras le miras, recorriendo junto a él cada camino que elige, cada sendero que lo elige a él. Porque la vida es elegir, decidir. Y andar y saber que aunque no sabemos si estamos juntos las respuestas, como las flores, nacen a cada instante. Y tú se lo enseñaste y él lo aprendió. Y en su vida estás tú. Y tu risa y tu alegría de vivir y tus sueños de un mundo más humano.
El mar, Juan. ¡Qué cerca! ¡Qué tuyo es el rumor de las olas! Esas sobre las que navega el alma de quienes os dirigisteis al infinito porque así lo quiso el cielo. Y por ser así, sabes que en la espuma del mañana nos encontraremos. Hoy, tarde roja, cálida, estimada es cuando escribo esta carta y la baño con tres lágrimas que me guardo no porque esté triste, sino porque son agua y sal, los dos versos impares que componen el poema que te escribo soñando con el azul de tus ojos, con el azul del mar.
¡Ah! Y dile al amigo que sonríe a tu lado que os escucho cada día cuando despedís el atardecer de la huerta. Me sé de memoria el paisaje que os acoge. Me sé de memoria el amor que nos regaláis. Me sé de memoria tu presencia eterna.