Aquella mi primera conversación con Antonio Pérez Galindo, maestro y amigo.

   Aquella primavera de 1991 supe que mi destino profesional iba a ser Alcorisa. Había tenido una información previa que me hablaba de Calaceite y Mazaleón pero al final los números me adjudicaban un futuro en el Bajo Aragón y a ello me dispuse.


   Conocía la localidad por haberla cruzado el año anterior en un viaje que había hecho a Molinos cuyo fin era saber de la cultura museística desarrollada en esa bonita población, pero poco más podía decir de esas tierras en las que iba a trabajar los próximos años. Así y todo, con la intención de ponerme a disposición y presentarme al director, realicé una llamada telefónica y contacté con él.


   Se llamaba Antonio Pérez. Antonio, como mi padre. Antonio, como mi sangre manchega. La conversación fue amable y en seguida me di cuenta de que aquel hombre manejaba esas situaciones con soltura. Eso me hizo pensar que se trataba de alguien con experiencia y con el que resultaría interesante trabajar. Me dio todo tipo de explicaciones y las informaciones que me proporcionó me hicieron pensar en un centro en el que podría crecer personal y profesionalmente, si tenía en cuenta todo lo que me contó y la situación que me describió.


   Pero lo divertido estaba por llegar. En medio de aquel agradable diálogo hubo un detalle que me inquietó y, en cierto modo, también me alarmó, sobre todo por la firmeza con que me hizo saber algo que, con el paso del tiempo, nunca pude comprobar.


   – Pues me alegro de habar contigo y te agradezco que hayas llamado.


   – ¡No, hombre, al contrario! Las gracias te las doy yo. La verdad es que no sabía si llamar ya o esperar un poco más, pero me ha podido la curiosidad. Es que, al fin y al cabo es mi primer destino definitivo y, claro, tenía ganas de hacerme una idea del sitio y de que supierais de mí.


    Una carcajada clara y contundente nació de su boca y el calor que despidió aquella muestra de cordialidad consolidó mi primeras impresiones, sin sospechar que ahora venía lo bueno:


   – ¡Muy bien, hombre! Pues nada, nada, aquí vas a estar maravillosamente bien, ya lo verás. Además, quiero que sepas que aquí estamos muy bien dotados.


   ¿Muy bien dotados? ¿Están muy bien dotados? ¡Cielo santo! ¿Dónde me he metido? ¿Por qué el director de ese colegio hace referencia a semejante cosa? ¿Acaso es un aspecto importante que yo no había tenido en cuenta? El chiste estaba hecho. El equívoco, exagerado por mi parte con el fin de provocar la risa en los demás, nos acompañó durante mucho tiempo y la simpatía con que recordamos a lo largo de todos estos años semejante anécdota, la chanza que compartimos cuantas veces pudimos en reuniones y encuentros de amistad sería la norma que marcaría nuestra relación, nuestro afecto, nuestro camino común. Un camino que aquella tarde aún estaba por soñar pero que con el paso del tiempo recorreríamos juntos, tan juntos que hoy todavía lo siento como una parte fundamental de mi vida.

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