“No dejes de creer que las palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo”, escribió Wilt Whitman. Y la bóveda del cielo sostuvo nuestra incertidumbre. En plena semana de celebración del Día Mundial de la Poesía, queremos proclamar que esta es capaz de vincular el verso y las emociones como vía única para transmitir sentimientos profundos. Y que en este entorno VUCA – volátil, incierto, complejo y ambiguo – que vivimos, en palabras de Ana Camarero, habilita a este género como más necesario que nunca para ayudar a que nuestra sociedad evolucione.
Es significativo el incremento del interés por la educación emocional. Siguiendo a Luis G. Montero, si “la poesía, además de una vocación, es la manera que tengo para relacionarme con la vida”, parece razonable abordar el hecho poético desde una perspectiva que propicie que nuestro alumnado la acepte no como algo que aprender, sino como algo que vivir. Eso se lo he escuchado decir en muchas ocasiones a mis amigos músicos; ahora nos toca a quienes amamos la poesía expresarlo con la misma armónica energía.
Su enseñanza, su aproximación al ser humano nos ayuda a descubrir nuestros pensamientos y emociones y nos acerca al otro. Y precisamente porque nace de un hecho personal, nos permite descubrir el mundo y nos invita al cambio. Hablamos, así, de un arte transformador.
Con semejante aliado será más fácil combatir la tiranía de la inmediatez instalada en nuestra cultura, prisionera del hablar por hablar. La poesía es una oportunidad para aprender a pensar las palabras o, como dice Montero, de escogerlas “con la lentitud necesaria para decir aquello que tiene que ver con la propia verdad y con la propia dignidad”.
Esta idea la desgranó magníficamente Peter Weir en “Dead poet society” a través del inolvidable Robin Williams/John Keating. Y a él le debemos un enorme regalo cuando dice: “Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana. Y la raza humana está llena de pasión”. La poesía, ese viento suficiente.