Después de todo lo escrito, encontramos que no hay mejor argumento para encontrarle sentido a nuestra tarea que escuchar la voz del alumnado. Y ahí empieza y termina el misterio. Porque en realidad no lo hay.
Necesitamos una escuela manchada de sociedad. Debemos tener la valentía de romper las paredes. Tenemos que abrirle los ojos al viento de la comunidad a la que servimos. Que los niños se sientan tan cómodos en nuestras calles como en nuestras aulas. Que los mayores sientan el gusto de desear venir a nuestra casa porque quieran compartir sus sueños, sus vidas, sus emociones.
Al calor de los vaivenes legislativos que nos sacuden, vemos necesario compartir la idea que mejor refleja lo que para mí significa ser maestro: la verdadera innovación en la escuela es el amor.
Soy capaz de escribirlo y procuro hacerlo con la sencillez que a veces me falta o nos falta y que nos vendría muy bien para explicar nuestra vida profesional. Amar lo que uno hace y amarlo con tranquilidad y con el deseo de crecer junto a tus compañeros, tus alumnos, tus familias. Amar cada día que cruzamos el umbral de nuestras escuelas y ser capaces de entender que aunque aún queda en mí algo de aquel joven que empezó su carrera en Calahorra, lo único que hoy puedo mostrar al mundo es la certeza de no tener ninguna certeza.
Amar y sentir que cada gesto común es un homenaje a la vida que hemos construido juntos. Así entiendo esto de ser maestro.