Una de las claves para la mejora educativa es la dirección escolar. Quienes hemos vivido o vivís esta experiencia sabemos que para que un proyecto directivo se acerque al éxito es fundamental fomentar la participación de la comunidad, sobre todo del claustro. Es decir, propiciar la autonomía para poner en marcha iniciativas y escuchar sus necesidades y propuestas, procurando su buen término.
En cierta ocasión una persona recordó en público que en su primera visita a nuestro centro le habíamos dicho: “Aquí cuidamos a la gente”. Y en ese “cuidamos” iban implícitas ideas como facilitar el desarrollo personal y profesional. “¿Qué es lo que necesitas?», preguntábamos para así presentar el liderazgo compartido y procurar que las cosas ocurriesen, que se hiciera realidad lo que planteaba quien se entrega al bien común.
En este ecosistema de conocimiento distribuido los equipos de dirección transmiten un mensaje de confianza entre el profesorado de forma que este se empodere para implementar proyectos que encajen en la comunidad educativa. Esto conlleva un cambio de cultura de dirección de los centros, cambio que ya se da en otros ámbitos como la metodología o el desarrollo pedagógico a través de programas institucionales y fórmulas de conocimiento mutuo. Su éxito nos invita a trasladarlas al territorio directivo, tan necesitado de redes de cooperación y conexiones profesionales.
En otros momentos he escrito acerca de esa orilla posible que son los equipos directivos y he alabado su compromiso y generosidad en tiempos agitados, de riscos imposibles y olas incalculadas. Hoy, además, pienso en la creación de espacios de reflexión y de fortalecimiento de la formación ya existente. Porque además de dejarse el alma cuando analizan situaciones, lideran procesos, atienden con amor a las familias, aprovechan recursos y acogen al viajero, merecen la compañía de la sociedad a la que sirven. Y todo ello, siendo iguales con sus iguales.