William Davis publicó en 2019 “Estados nerviosos”. En él señalaba cómo el debate público se había contaminado de “pánico, excitación y urgencia” (¡Y aún no había venido lo mejor, en forma de pandemia!).
Su lectura nos invita a reconocer que es difícil vivir en un mundo de sensaciones inmediatas en tiempo real. Cuando la tecnología ha transformado el paisaje social se necesita apostar por una vida de proximidad. En ella, la ciudadanía sera el centro de cualquier acción transformadora y en el ecosistema educativo el foco preferente, el alumnado.
Se habla de la importancia de las emociones y de las relaciones en comunidad, lo que nos lleva a esforzarnos por comprender la sociedad a la que servimos. Despreciar el valor de los valores es de ignorantes y corremos el riesgo de olvidar que también en educación la ideología tiene más que ver con el cerebro emocional que con la razón.
Vivimos en “territorio pereza”. En educación se perfila una tendencia a instalarnos en llanuras en las que “solo escuchamos lo que creemos, leemos lo que nos afirma y opinamos lo que nos identifica” (Gutiérrez-Rubí). Por ello, no despreciemos la posibilidad de conectarnos emocionalmente para construir la esperanza. Por ello gestionemos esas emociones diseñando objetivos loables, graduales, modulados en el tiempo y alejados de los atajos. Trabajemos, en fin, por lograr el vínculo preciso que nos pone en el lugar del otro. No me gustaría dejar este mundo en manos de constructores de “escuelas nerviosas”.