
Tenemos tutoría de padres. Y madres. Más bien de madres. Es lo habitual, lo usual. No sé si lo normal. Y eso que en este colegio la presencia masculina no es excepción, pero vamos, ya sabemos de qué hablamos. Se tratan temas de casa, que si el chico/la chica nos contesta, que si está muy rebelde, que si no hace caso a nada. «En el colegio no es así», decimos. «Responde bien a los mensajes que le damos. Eso sí, son mensajes muy directos, claros. Y le miramos a la cara cuando le hablamos». Es un buen niño. Es una buena niña. Todos los son. El grupo, sin embargo, es otra cosa. Y hay conflictos. Y disputas. Los insultos proliferan. Y no son suaves. Palabras gruesas que les resultan familiares. Nos preocupa.
«¿Y el tiempo de ocio?», preguntamos. «¡Oh! ¡No te creas!, que en casa no paramos, ¿eh?» Y esperan nuestra aprobación. Sí, sí, está muy bien. Es un frenesí. Cuando los chicos cuentan sus fines de semana parecen diseñados por empresas de aventura. Viajes, restaurantes, salidas organizadas. Y en grupo. La tribu al completo. Sí, sí, está muy bien. «Ellos se sienten bien, se lo pasan muy bien. Disfrutan un montón». Ya, sí, bueno, pero me parece a mí que la idea que José Antonio Marina ha hecho tan popular, la que habla de que «es la tribu la que educa» la hemos filtrado mal y entendido peor.
Porque quienes educan son los padres. Somos los padres. Los demás, «la tribu», la escuela, la sociedad acompañan, acompañamos y acompasamos el paso a lo que se vive y aprende en casa, que es donde está el amor, la entrega, el desvelo y el amor otra vez. O sea. Y en casa vivimos, creemos y creamos y en casa nos bebemos la vida a base de abrazos, palabras firmes y caricias incondicionales. Hay mucho de qué hablar, pero a la escuela se tiene que venir querido, cuidado y acogido. Si es que se puede. Y hay que querer que se pueda.
Y antes de terminar os cuento que les envié a mis compañeras y compañeros un correo con diez recomendaciones cinematográficas en las que el protagonismo es de los profesores. En casa las hemos visto todas (no sé si he comentado en alguna ocasión nuestra afición al cine), excepto «La clase», y sin que esto quiera decir que todas son excepcionales, por motivos sentimentales siempre nos quedaremos con «Rebelión en las aulas», con un jovencísimo y fresco Sidney Poitier, y «El club de los poetas muertos», película trampa de Peter Weir con un excesivo Robin Williams que se encargó, y bien, de activar los debates entre amigos en aquellos días de 1990. Por si interesa, aquí lo comparto.