Estos días dan para mucho. Los niños viven cada hora con la ilusión escrita en sus miradas, mientras sus maestros/as cierran carpetas, una tras otra, tratando de llegar a todo en muy poco tiempo.
Es tiempo de evaluación, que para mí significa de reflexión. Pero es un contrasentido, porque para que haya reflexión tiene que haber calma y eso es, precisamente, lo que más falta nos hace y de lo que menos disponemos. Otra vez la precipitación, el vértigo, la prisa, los plazos que se deben cerrar. Y la angustia. Malos compañeros. Los peores.
A alguien se le ha ocurrido (o sea, ha tenido la ocurrencia) que para que el «sistema educativo» funcione «mejor» hay que mantener un nivel de presión alto,elevar la exigencia y poner a los profesionales al borde del colapso afectivo y mental. Ese alguien, digo, ha llegado a la conclusión de que este es el momento en el que hay que solicitar del colectivo, no muy cuidado, la verdad, un grado más alto de cumplimiento. Quizás porque no consideran suficiente lo que se hace, ni adecuado cómo se hace, ni aceptable por qué se hace. Y todo ello, en mi opinión, casi porque sí.
He hablado con muchos compañeros de a pie, maestros de diario como yo, y con profesionales con responsabilidades y lamento decir que no he encontrado aún a ninguno que me haya dicho: «No, mira, es que esto está muy bien porque…y venga, vamos a sentarnos a hablar tranquilamente y verás cómo entiendes por qué hay que plantear el proceso evaluador de esta manera». A ninguno. ¿Por qué? ¿Será que yo no entiendo nada? ¿O es que presento un grado de torpeza que me impide acercarme a la Verdad? ¿O ya no valgo para trabajar en la escuela?
He afrontado la elaboración de los indicadores de aprendizaje. Lo he hecho huyendo del corta/pega, lo prometo. No es esto una forma de decir que soy estupendo ni de juzgar a quien sí lo hace, sino, como dice una compañera y pronto amiga, para «conocer a la bicha de cerca». Lo he intentado, lo aseguro. Pero nada. Ha sido una labor dura, un auténtico trabajo de Hércules, una barbaridad de horas. Y creo que lo he hecho correctamente, según (no) me han dicho que lo haga. Pero tengo un problema: no me lo creo. No creo en este estilo de vida, en esta manera de estar en el mundo. No me lo creo y, además, me duele. En el alma.
No es este el sitio de desarrollar esta sensación que me hace sentirme derrotado y, una vez más, perdedor. Buscaré otros foros. Pero sí me apetece compartir con mis amables lectores una sensación que estos días me consume. La sociedad está encantada y orgullosa de contar entre sus ciudadanos con profesores ejemplares, admirados y aplaudidos por tirios y troyanos por su labor docente, compromiso y calidad profesional. Cuando su trabajo es reconocido me gusta felicitarles, en ocasiones aun sin conocerles, pues creo que una de nuestras devociones debe ser alegrarnos de los éxitos de nuestros iguales y aprender de su generosidad y su buen hacer. Pues bien: ¿hay alguien al otro lado del folio que me explique si la forma de trabajar y acercarse al hecho educativo de estos fantásticos profesionales tiene mucho o poco que ver con este tsunami indicador y rubricante que nos inunda y nos ahoga día tras día? Por lo que les leo y les escucho su propuesta no tiene nada que ver con lo que se nos pide al común de los mortales que hagamos. Por tanto, otro peldaño más hacia Territorio Contradicción. Muy poblado últimamente, por cierto.
En fin, con todo lo escrito muy pocas opciones nos quedan para elegir. A día de hoy, la incertidumbre y un cierto desasosiego nos acompañan. No son buenas noticias.