Hace tiempo que quiero escribir lo que quiero escribir. Saltar algunos muros, soltar ciertas amarras, aflojar determinados grilletes. Hace tiempo que me estorban los tuits complacientes, los aplausos condescendientes y las exclamaciones desmesuradas.
Me hablaba un querido amigo de que hace muchos años que no asiste a un curso que trate sobre conocimientos de su especialidad. ¿Es eso posible? Sí. Como lo es la sensación de fracaso profesional y personal que se está instalando en muchos de nosotros, a veces avergonzados porque hemos descubierto (“nos han” descubierto) que nuestro trabajo no se ajusta a las nuevas verdades. O las viejas mentiras. Esa venda que nos quitan de los ojos en ocasiones nos habla del error de querer transmitir el saber (“contenidos”, le llaman), algo que suena a rancio, ¿verdad?.
Es cierto que el currículo puede esperar y podemos ser dueños de los tiempos, pero que pueda esperar no quiere decir que no contemos con él. A la escuela se va a aprender y nuestra obligación es conseguir que así sea. Y para ello hace falta (también) enseñar. Consideremos, pues, la importancia del conocimiento, de la cultura, de la responsabilidad y de la exigencia, porque si no, corremos el riesgo de que la escuela pierda credibilidad entre las familias y
pueda no ser tenida en cuenta a la hora de diseñar la trayectoria educativa de sus hijos.
Luis Alcoriza dirigió hace 30 años “La sombra del ciprés es alargada”. En ella un magistral Emilio G. Caba interpretaba a Mateo Lesmes, un maestro “claro, directo, justo y moderado” (Javier Lafuente). Capaz de crear una atmósfera ordenada y serena en la que sus alumnos aprenden y crecen siguiendo un camino perfumado de austeridad, Don Mateo cree en ella y lo firma con una frase que repite a sus alumnos y que hoy dañará, seguro, el oído de los ortodoxos de la novedad por la novedad: “Con un brasero escribió Cervantes el Quijote y con velas se alumbró el Greco”. Sabias palabras que merecen buenos entendedores.