El 10 de enero de 2006 el recordado y querido Michel Vallés me entrevistó en el periódico “La Comarca”. Fue una conversación cálida y amable, como era él, y recuerdo que me preguntó: “¿Con cuál de las reformas de ley educativa se queda?”, a lo que respondí: “Con la que concite el acuerdo de la inmensa mayoría”. Fue la respuesta de alguien que entonces creía que había que creer y que trabajar por el bien común merecía tanto la pena.
Hoy, quince años después, me sigo preguntando lo mismo y la respuesta no ha variado. Como no ha variado el debate en nuestra sociedad cuando se sigue poniendo el foco en asuntos que no son sustanciales pero se consigue que lo parezcan. Por ejemplo, la libertad de elección.
Hace algunos años, en 2012, en un documento titulado “Equidad y calidad de la educación: Apoyo a estudiantes y escuelas en desventaja” se podía leer: “Proporcionar plena libertad de elección de escuela a los padres puede resultar en segregación según competencias académicas y entornos socioeconómicos, y generar mayores desigualdades en los sistemas educativos. (…) Con el fin de asegurar equilibrio, también pueden establecerse incentivos para que los estudiantes en desventaja sean atractivos para las escuelas de alta calidad, límites a los criterios de selección de las escuelas (…)”. El organismo que publicó este documento era la OCDE.
En Chile, a principios de los 70, el colegio Saint George vivió un experimento social de gran interés. André Wood lo dibujó magistralmente en su película “Machuca”, en la que se narra cómo se intentó incorporar a estudiantes de baja extracción social para que se integrasen en un centro de clase media-alta. El director del centro, Gerardo Whelan, defendió la idea con el alma hasta que se la rompió la Historia. Lo que nadie quebró fue su voluntad por defender la igualdad y la paz.
Hoy, quince años después, muchos seguimos pensando que la educación merece debates más ricos y saludables. Más esperanzadores.