Un centro educativo es lugar de aprendizaje, momento de crecimiento, propósito de convivencia. Y no hablamos del alumnado. O al menos, no solo. Si las instituciones educativas deben contribuir a la mejora de la sociedad, ¿cómo podemos saber si lo que hacen propicia el viaje a Ítaca?
Uno de los desafíos que afrontan las comunidades educativas es llevar a cabo ese aprendizaje de manera institucional. No hablamos de que cada docente, cada alumno alcance el conocimiento, sino de que sea la escuela la que aprenda como entidad. Bollen escribió que «la mejora escolar sólo es posible si la escuela, como organización, es capaz de aprender”. Si aceptamos esta idea, convenimos que una institución para crecer necesita formas de organización y participación que permitan transformar la teoría en actuaciones eficaces. Y para ello hay que activar tres ideas que permitirán su crecimiento y desarrollo.
La competencia docente, que es la dimensión más próxima al desarrollo de nuestro talento profesional. Ser estudiosos, dedicados y curiosos, mantener una actitud de búsqueda permanente.
Vivir en común, aproximando nuestra voluntad a las de los demás. Sentir que el esfuerzo compartido nos permite encontrar compañeros de viaje con los que disfrutar del camino.
Pensar juntos y actuar juntos, pues un centro se alimenta de la convivencia y esa condición nos invita a la participación.
Comunidades educativas, en fin. Esos universos en los que la suma de planetas no siempre es una galaxia.