

Tengo la fortuna de estar en contacto con muchos docentes. Procuro que esos encuentros sean en carne y alma, con la tiza en la mirada y la pizarra en el corazón. Al mismo tiempo, huyo de los meetings telemáticos si puedo. Y de los debates en RRSS o grupos de whatsapp.
Es cierto que a través suyo nos conectamos y compartimos experiencias hasta convertir estos entornos en ecosistemas ineludibles e imprescindibles. Tampoco es menos verdad que ello nos arrastra a universos monolíticos y superficiales.
Negamos vivir en un territorio conflictivo que invita al blanco o negro en el que siempre perdemos los defensores del matiz. Nos empujan a las llanuras del eslogan y del concepto simple, a esos “claustros virtuales” donde abunda la lisonja, el lugar común y la cita del afín.
Hemos caído en la trampa. Cuando en los años 70 Alan Kay bosquejó cómo podrían ser los ordenadores y desarrolló su primer dispositivo (Dynabook), no sabía que esas máquinas serían las ventanas por las que entraría el misérrimo viento de las relaciones personales. Hemos olvidado el encuentro personal y la conversación de piel y este abandono es semilla de polarización, un paisaje en el que se han normalizado las reuniones con las pantallas apagadas, cerrando así el paso a la calidez del encuentro.
Esto nos debilita como ciudadanos y como profesionales y por esa brecha puede colarse el debate fatuo y banal. Justamente lo que no necesita la educación, lo que no se merece la sociedad a la que servimos.