Surge en la conversación un tema que nunca deja indiferente: la vocación en educación. Muchos docentes defienden que en esto de enseñar tener vocación es sustancial y encontrarte con alguien que no la tiene levanta irremediables sospechas.
Se hace bandera de este concepto como argumento irrefutable. Imbatible. A esta postura tan popular añadimos que vivimos al amparo de lo que Manuel F. Navas llama “términos etéreos”, entre los que señala la “pasión” o el “compromiso”. Y propongo otros como la “generosidad” o la “inspiración”, que se pretenden vincular al grado de profesionalidad necesario para ser buenos docentes.
Confieso que nunca me he sentido cómodo hablando de vocación. Para explicar semejante irreverencia os contaré cómo un buen día, a principios de los ochenta, cuando salí por la puerta de aquel colegio tras un par de días como oyente, ya había tomado una decisión: sería maestro. Me pregunté, me preguntasteis: “¿por qué?”. Nunca dije: “es mi vocación”, sino que respondí: “porque siendo maestro será más fácil entenderme a mí mismo”.
Estudié y accedí a una carrera laboral cuyo final se acerca. Desde el primer día me propuse seguir aprendiendo, claro que sí, pero muy pronto descubrí algo que me ayudó a vivir en este ecosistema durante casi cuarenta años: esto solo tiene sentido si lo hago en compañía de buena gente. Ahí sí cabe la vocación.
Sí, también he adquirido destrezas necesarias para habitar en el mundo, ahora que nos falta Luppi, pero nada hubiera sido posible sin ellas, sin ellos, cuya huella guardo para siempre. Estas ideas más o menos reconocibles, ¿explican el significado de ser docente hoy? Seguramente no, pues su figura, vocacional o no, es tan poliédrica como la propia sociedad a la que sirve.
Por eso hoy escucho a Los Secretos. Porque me pregunto: ¿compromiso? Sí, por supuesto, pero a tu lado. ¿Pasión? Sí, claro, pero a tu lado. ¿Vocación, en fin? Sí, desde luego, pero a tu lado. Siempre junto a ti.