Subo al tranvía. Suena Serrat. Tras la mascarilla, unos ojos me miran y una voz dice mi nombre. Nos reconocemos y nos sonreímos con la mirada. Nos alegramos. En seguida hablamos de su hija, mi alumna durante cuatro años. En seguida me dice, con alegría conquistada: “Está estudiando lo que más le gusta y está muy contenta”.
Recuerdo las dudas de aquellos años, las respuestas huérfanas. Recuerdo cómo nos zarandeaba la tormenta y cómo recogíamos las maderas que las olas nos dejaban en la orilla. Y recuerdo que familias, docentes y alumnado acordamos que, en la medida de lo posible, merecía la pena personalizar el aprendizaje, “partir del perfil de cada uno de nuestros alumnos para estructurar una propuesta educativa flexible”. (P. Bánfalvi)
En aquellos encuentros hablamos de tener en cuenta las habilidades de cada criatura. Aceptamos nuevas formas de trabajo como el aprendizaje por proyectos, la realización de tareas o lo que comenzaba a llamarse “flipped classroom”. Nos interesó conocernos, saber de dónde venimos y evitamos buscar la consecución de estándares medios. Mejor adecuarnos a la medida de cada persona. En realidad, como dijo García Hoz, “procuramos que cada persona se abriese a la realidad estableciendo vínculos valiosos con ella”.
No siempre lo conseguimos, es claro, pero sí logramos crear una tendencia y, sobre todo, aprender a preguntarnos cada día: “¿Para qué aprendemos?”. Esa pregunta, hoy, ya se la ha respondido la joven de nuestra historia.