
He vuelto a ver “Merlí”. La disfruté en 2016, cuando llegó a toda España. La volví a saborear en 2020, cuando todos estuvimos muy cerca de nosotros mismos. Ahora, cuatro años después, he regresado al mar de la incierta sabiduría de su protagonista.
En su momento escribí acerca de la ternura, la razón, la ineptitud, la entrega, el egoísmo y la generosidad de este ciudadano hijo de nuestro tiempo. El tipo es tan humano que al tiempo que me fascina me produce irritación. Y me deslumbra su capacidad de naufragar mientras resiste el embate de las mareas de ignorancia. Diríase que me enamora su atrevimiento, su furioso deseo por saber.
La serie es un microcosmos educativo y social cercano, necesario precisamente ahora, cuando buscamos aprender a ver que el mundo no es monolítico y hay tantas formas de entender la ética, la estética, la política. Cuando nos hace mucha falta el diálogo, tan propio del ser humano y fundamental para la convivencia, en el aula y en la vida.
Así, dos sugerencias. Saber que en las aulas a veces buscamos el silencio del alumnado cuando lo que crepita en sus corazones es la necesidad de ser escuchado. Después, no dar ninguna verdad por absoluta, porque se trata de pensar por sí mismos, de compartir, dialogar, disentir, razonar. Y para ello, encontrar buenas preguntas.
Merlí, categórico, lo resume así: “Peripatéticos, recuerden. La felicidad no es una estación a la cual hay que llegar, sino una manera de viajar”. Algo de la luz de Ítaca nos queda.
