Alfonso es valle y montaña a la vez. Los paisajes lo quieren y él ama el aire que los dibuja. Resulta cálida su voz cuando te habla con sus ojos, color amanecer, y cuando sus palabras se acuestan a tu lado se hace ancho el horizonte que te invita a conocer.
Supe de él hace muchos años, aunque diré que con él el tiempo discurre con cuidado, como temiendo hacer daño. Los días son cuidadosos porque saben que en su ser hallamos también su estar. Ahí, en uno de ellos, se produjo el encuentro. Era una de aquellas tardes de reflexión, conversación y, sobre todo, descubrimiento al amparo del Foro de la Innovación. “¡Ah, mira! Este es Alfonso Cortés”, recuerdo que pensé y ahí nació un nuevo camino. A ambos lados, la sabiduría, la inquietud y la generosidad. En cada recodo, el compromiso, la búsqeda y el esfuerzo común.
De aquellas luces surgieron experiencias compartidas, muy pronto conformadas en torno al Proyecto Atlántida. Pocas iniciativas con un nombre tan sugerente; pocos alientos tan seductores, tanto por el mensaje como por el mensajero. A su estela me sumé, nos sumamos y en ese entorno conocí a tantas otras personas que hacían de la educación su lugar en el mundo. Y entre todas, siempre, sin descanso, Alfonso. Antes de que naciesen los juncos que nos han llevado al infinito él contribuyó a que la idea de comunidad educativa hiciese fortuna en decenas de voluntades y en esas laderas siguen creciendo las flores que brotan a cada instante.
Alfonso, hoy, ya es ola y orilla en este valle educativo en el que reina la certeza de la duda y guardamos más preguntas que respuestas. En ese abrazo entre tierra y agua nos encontramos y en su vértice de luz veremos reflejada la única verdad: si hay que escribir el futuro, su corazón es el pergamino que necesitamos.