“Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. A los más pobres, a los más escondidos, a los más abandonados. (…) A estos pueblos, a estas gentes, se dirige la Misión”. “Durante la noche el pueblo en masa asiste a sesiones de cine educativo, charlas, audiciones y lecturas. Durante el día la Misión es una alegre escuela al aire libre”.
Estos textos acompañan “Estampas”, un extraordinario documental que José Val del Omar filmó en 1932 en el que retrató la esencia de las Misiones Pedagógicas. Estas nacieron un año antes al amparo de una voluntad personalizada en la figura de Marcelino Domingo siguiendo la estela de Ferrer i Guardia. Este maestro, Ministro de Instrucción Pública, entendió muy bien que sin la sensibilidad y el entusiasmo de los gobernantes no era posible hacer que la educación fuese algo accesible a todo el pueblo, desde la infancia a la vejez. Hoy llamaríamos a esto “aprendizaje permanente” y eso ya lo entendieron muy bien aquellos hombres y mujeres que defendían una educación formal y no formal. Domingo lo simbolizó en dos palabras: “Maestros y Libros, como blasones del escudo del régimen nuevo… Para marchar hacia el futuro”, y defendió la importancia de la formación del profesorado, expresado en el Plan Profesional de 1931.
Hay quien habla de ese período como la edad de oro de nuestra pedagogía. Es el caso de Jaume Carbonell, quien destaca que “algunas de sus aportaciones teóricas y experienciales aún hoy, con sus pertinentes adaptaciones a los nuevos tiempos, siguen siendo enormemente vigentes”. Semejante afirmación, que comparto, me lleva a preguntarme si no sería necesario que unas modernas Misiones Pedagógicas trasladasen ese mismo espíritu humanizador a una sociedad confundida, incapaz de tener conciencia de su ser. Si no sería preciso que apartásemos la mirada de lo urgente para descubrir lo realmente importante. Tal y como escribió José Val: “Los primeros amigos de las Misiones son los niños”. Lo importante, es decir.