
Un día, hace unos años, un chico de siete años me dijo: “Es que si estoy tranquilo aprendo más. Por eso me gusta estar contigo y con Paula”. Nos gustó oírlo. Después, leí un artículo de Ana Municio en el que escribió: “Es necesario crear un clima en el aula que genere seguridad emocional en el alumnado, porque cuando el cerebro se siente seguro es cuando aprende”. Bonito cruce de caminos entre una criatura y una pedagoga. Tan lejos, tan cerca.
La metodología es nube que nos cobija y en ocasiones oculta la luz. La flexibilidad es necesaria y la variedad, importante pues generan estímulos que favorecen el crecimiento personal. También creemos que tenemos un desafío: la personalización del aprendizaje.
En su momento en mi centro asumimos dos principios que nos llevaron a una orilla saludable: creer en el trabajo que nos enseña el camino de la cooperación y considerar a la participación como una llave a la equidad. De su unión nace la idea de una escuela inclusiva, comunidad en la que se reducen las dificultades emocionales, físicas y relacionales.
Para que todas las personas aprendan Ainara Zubillaga nos enseña que hay que diseñar situaciones de aprendizaje flexibles en las que consideremos las redes afectivas, las redes de reconocimiento y las redes estratégicas. De otro modo: nos viene bien cuidar las relaciones personales, propiciar el acceso al saber y facilitar la exploración personal. Fértil sendero que acerca al alumnado al conocimiento a través del vínculo y la emoción.