A finales de noviembre moría José Luis Borau. Director de cine consagrado y escritor oculto, por descubrir, o sea, puso siempre en la pantalla las palabras justas y en sus textos las imágenes necesarias para que su mundo pudiera ser comprendido. Fue capaz de nacer en Zaragoza y se le ocurrió morir en Madrid. Seguramente le gustó vivir en California y adornar sus días con la amistad de Buñuel para ser capaz de obligarle al alma a hablar de la vida y la muerte, la felicidad y la tristeza. También de la infidelidad y de la reconciliación en una miserable España que surgió después de esa guerra que aún nos araña el alma, casi ochenta después.
Borau se manchó las manos con pintura blanca para decirle no a la muerte pero él, tan poco amigo de puestas en escena, lo que quiso ser es autor. Autor de sus películas, de sus relatos, de su vida, su obra es un testimonio laberíntico, “difícil”, como él mismo denominó a su obra cuando trató de explicar por qué había recibido el Goya. Un poco a la aragonesa, sin esperar el reconocimiento, sólo haciendo lo que uno sabe que tiene que hacer, cómo lo tiene que hacer, cómo lo tiene que hacer. Fue, José Luis, el autor de sí mismo.
(Este artículo fue publicado en BALCEI, el periódico local de Alcorisa (Teruel) en el número de Enero de 2013)