Pepe Viyuela, premio Ondas.

   1382525967_706100_1382526401_noticia_normalAprendí a querer a Pepe Viyuela hace muchos años. Vivimos juntos un momento especial y las veces que nos hemos visto o escrito han sido siempre un motivo para darle gracias a la vida. 

    Hace un tiempo nos vimos en Alcañiz y Alcorisa y escribí este artículo que publicó BALCEI y que hoy rescato como homenaje y aplauso por el premio ONDAS que acaba de recibir como mejor intérprete de ficción. Felicidades, Pepe. No sabes cómo me alegra este premio. No sabes cómo me premia esta alegría. Si pudiera andar en una onda te daría un abrazo.

   “Prefiero los teatros pequeños, que me acojan, en los que puedo ver a la gente y hasta puedo escuchar lo que dicen”. Y sí, y ellos te prefieren a ti, porque tu propuesta no es pequeña, por mucho que los espíritus grises no lo puedan ver. Nos abres los brazos con tu palabra y podemos escuchar lo que dices. Así, ¿no crees?, todo queda en casa, que es lo mejor que se puede decir de un teatro: que su platea sea el salón, que el palco sea tu alcoba y el gallinero esté tan cerca del cielo que casi se confunda con el brillo de los rayos de Zeus.

    “¡En un teatro nos teníamos que reencontrar!”. “¿Y qué mejor lugar para hacerlo?”. “Tienes razón, ¡qué mejor lugar!”. Allí sentado, apoyando mi brazo en el recuerdo de aquellas mañanas limpias, sentí un breve temblor, una especie de cosquilla tibia que me emocionaba. Tus espectadores veían al actor, al payaso, al creador de mundos imposibles de tan propios que son, al constructor de golpes blancos capaces de extraer lo mejor de nosotros. Sin embargo, ¿sabes una cosa?, yo pude ver mi cara en ese espejo que nos pones delante, aunque muchos no lo sepan, para que podamos reconocernos en él cuando sales al escenario, cuando pides perdón por estar, que ya es pedir, cuando coges la guitarra y aciertas su caricia, cuando abres que no abres la silla que no se deja abrir y sujetas la escalera que te ha de llevar al perfume del amor surgido de la nada y descubres que el deseo que te nubla la vista, esa cara de mujer guapa e imposible, desaparece de ti porque se cae o lo tiramos o te lo quitamos o nos lo arrebatas.

    Pude emocionarme y me emocioné, te decía y fíjate si fue urgente la alegría que me acompañaba que pensé que aquel hombrecillo que pululaba entre el desconcierto y la voluntad de comunicar era uno de esos regalos que a veces merecemos que alguien nos haga aunque no haya motivo. Así pues, decidí decidir que esa noche aquella butaca era mi lugar en el mundo, aquel teatro mi palacio, aquel escenario el mundo en el que todos vivimos y aquel personaje, desnudo y atribulado, aunque feliz en su lucha desigual con la norma, mi igual.

  “Encerrona”. Nos preguntamos por qué llamas a tu propuesta así. Supe leer que pretendes decirnos que estamos en el mundo, en el escenario, sin haberlo pretendido, que alguien nos ha puesto ahí porque nos ha dicho que ese es el camino y siempre están esos espectadores, que no dejamos de ser sino nosotros mismos, que nos piden y hasta nos exigen que actuemos, que hagamos algo, que nos demos, y si pretendemos escapar siempre hay una mano invisible, una voz invisible, una mirada invisible que nos lo impide.

   Vemos que en tu espectáculo, ni la voz entrecortada, ni las conversaciones interrumpidas, ni los gestos esforzados logran que el protagonista pueda ser dueño de su destino. Siempre hay un espacio equivocado, un objeto rebelde, un peldaño obstinado dispuesto a recordarle al comediante que hay una única forma de entender la vida. Por eso, a lo mejor, él mismo procura buscar caminos laterales, diagonales, impares. Se nos enseña que hay que subir la escalera por el lado de los cinco peldaños, pero es memorable su intento por demostrar que el camino más corto es el de los dos peldaños. Se nos dice que una silla debe utilizarse abierta y vertical, aunque conmueve su idea de solicitar siete más para que, una sobre otra otra, conformen una sólida tarima. Se nos muestra a un ciudadano de espaldas a un auditorio, aunque lo cierto es que es el patio de butacas el que debería trasladrse al lado opuesto para disfrutar del trabajo del actor. El mundo al derecho mostrado del revés.

   Intentamos saber: ¿Será esa la manera de mojar el desierto? ¿Podremos, así, secar el océano? ¿Lograremos, de este modo, airear las putrefactas conciencias de los poderosos? ¿Conseguiremos, en fin, encerrar en un corazón limpio las lágrimas innecesarias que recorren tantas mejillas inocentes? Tú me dejas, lo sé, hacer esas preguntas a quien se rió esa noche sin saber que nos querías decir todo eso. Porque por un momento quise creer que todos los que allí estábamos recibimos el mismo mensaje de la misma manera.

   Yo me impuse la necesidad de creer a quienes construis estos senderos y pretendéis colocar en nuestra mochila personal puñados de palabras felices, pero tuve también la impresión de que algunas carcajadas se volvían estériles cuando rebotaban en las paredes del Teatro Municipal de Alcañiz. Lo digo porque te gusta contar que es importante transmitir valores, ideas buenas, frases escarbadas en caminos que parecen polvorientos pero que esconden apuestas fértiles.

   Ubicamos la noche. Esto me lo decías cuando me contabas que te gusta viajar, pero que te gusta hacerlo como el payaso que vive en ti plácido y dispuesto al combate por la sonrisa. También me contaste que aprecias recibir la paz de los niños que se alegran de ver que hay gente que se acerca a ellos y no les quitan nada.

   Esos niños son felices cuando descubren que quienes os acercáis a ellos les dáis todo lo que tenéis, entre otras cosas, gozo por vivir. Y esa es la foto que me quiero quedar, una foto en la que veo gente cerca de la gente, ofreciendo calor, rompiendo soledad, haciendo amigos, acercando el tiempo, buscando a veces hoy para entender ayer.

   La noche se mostró propicia para reír y reír y también para aprender (¡qué viejo soy, que aún quiero aprender!) que aquel titiritero del alma que vertía su sabiduría sobre ese escenario negro, en el fondo pretendía algo muy simple. Lo que quería es que la mujer de la fotografía, esa mujer cuya sensualidad le impulsó a jugarse la vida trepando por aquella escalera maldita, le quisiera, le dijera que era el hombre más maravilloso del mundo, le hiciera saber que lo deseaba con la fuerza de todos los poros de su cuerpo y que anhelaba el momento en que sus poderosos brazos la abrazaran hasta beberse todo el jugo de su pasión. Es decir, aquel pobre diablo se había enamorado. ¿Hay algo más vulgar y sublime a la vez? Seguramente no. Pero lo supe gracias a esa hermosa encerrona que sirvió para vernos, estar y comenzar. Otra vez, como entonces.

   Ahora, sin embargo, sé más: sé que ser grande es saber ser pequeño con quien más débil es.

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