
Estos días he vuelto a hablar con mi gente de ellas. De esas compañías líquidas que han sido las personas que me han precedido en los caminos atravesados por este bellísimo arte que es educar. De ellas, con ellas me gustaría conversar a la sombra de una tiza.
Me ha interesado aprender de nuestros mayores, que encontraron en la escuela la respuesta a mil preguntas. He procurado estar a su lado para conocerlos y hasta les puse nombre y apellidos, pero hoy me quedo con la imagen que proyecta su memoria. Y me dirijo a los jóvenes que se acercan al aula y les digo que quienes nos han precedido son imprescindibles.
Conozcamos su vida, su obra, su testimonio. Sus libros nos esperan para descubrir que podremos comprender mejor el mundo a través de sus relatos vitales. Y descubramos textos sabios, profundas luces entre tinieblas que nos enseñan que casi siempre esto ya sucedió. Escucha lo que alguien escribió: “Intentamos aproximarnos al ideal de enseñar jugando, de educar haciendo y estamos escribiendo juegos y procedimientos movidos que, con el tiempo y la
experiencia, lleguen a formar todo un sistema. (…) El juego es la única asignatura del niño hasta los 5 años; la principal de los 6 a los 9; la indispensable de los 10 a los 14, y la más saludable e higiénica hasta los 21 años y el educador que de ella no se ocupe ni preocupe, no sabe ni vale para educar”. ¿Escuchado en un moderno «podcast»? No: leído en “El maestro mirando hacia adentro”, de Andrés Manjón (1923)
