Hace años leí un artículo de Coral Regí, directora de la escuela Virolai. En él escribía sobre la creatividad, esa “capacidad de ver la realidad con una mirada abierta y saberle dar respuestas de manera diferente”. Me entusiasmó.
A lo largo de mis años de docente he defendido que necesitamos personas que huyan de las respuestas correctas, seres capaces de aprender y desaprender para volver a aprender, que sepan adaptarse a entornos alejados de la certeza. Personas creativas, es decir.
Regí cree que “educar la creatividad requiere un proyecto compartido”, lo que nos lleva, una vez más, a la idea de comunidad en su más profundo sentido. Porque debe ser la escuela institución quien trabaje y eduque la creatividad.
Para ello contemos con un profesorado que se replantee su rol y busque la coherencia en común. Que eduque por contagio, que enseñe a ver y escuchar y aprenda a analizar la realidad con una mente ancha.
En esta columna ya hemos escrito sobre la importancia de la reflexión y la gestión del tiempo. Hoy, con tantas luces cortas, decimos que educar en la creatividad es educar en el sendero largo, prolongado.
Y huir de la certeza. Tan sospechosa la verdad simple cuando la realidad es tan poliédrica frente al error y el fracaso, valiosas herramientas que contribuyen a la educación de personas creativas.
Pedirle a la vida que nos dé respuestas, en fin, quizás no sea el camino. Mejor, tal vez, explorar horizontes que nos lleven a hacernos mejores preguntas. Mejor, sí, creer en crear.
