
(12/09/2013) Mi profesor de griego, maestro de tantos y tantos adolescentes zaragozanos que pasamos por sus manos durante varias décadas, solía mofarse del entonces primer ministro Adolfo Suárez aplicándole una contundente expresión: «ese monolingüe«, o «ese monoglota» (no quiero ser injusto con su memoria). Nos dejaba estupefactos pero al mismo tiempo lograba que con nuestras risas cosiera en nuestra piel con letras homéricas una forma de entender la vida y de estar en el mundo que nos marcó y que hizo de sus discípulos lo que ahora somos.
Pasaron los años y la vida decidió que mi carrera tendría que ver con la cultura y la lengua inglesa. Estudié, trabajé, conocí y apoyé cuanto pude para que pudiéramos dar los pasos necesarios que nos permitieran construir una escuela en la que la comunicación fuese la llave de todos los mañanas. Creí y defendí la implantación del bilingüismo en mi querido colegio «El Justicia de Aragón», de Alcorisa, en un momento histórico en que ello no era sencillo y chocaba con la incomprensión de la sociedad y la oposición, incluso, de algunos compañeros (¡ay, si hubiera «hemerotecas» a las que acudir!) .
Hoy sonrío entendiendo muy poco lo que se dice en debates protagonizados por políticos y representantes sociales que excusan su monolingüismo aduciendo que su trabajo se ciñe a lo local o lo provincial y que eso del bilingüismo está muy bien. Eso sí, «siempre que se aplique y desarrolle como yo digo«. O parecido. Lo de preguntar a quien sabe de esto o puede aportar su experiencia y sabiduría queda para los débiles. O sea, para los gobernados. Aunque sean bilingües.