Termino mi segunda lectura de “El infinito en un junco” y confirmo mi finitud como ser humano y como docente. Y ahora, bienvenido el viento de mi ignorancia, comparto mi desvelo.
Sospecho que la necesidad de interactuar se ha difuminado y ha emergido una preocupante incapacidad para vivir con los demás, para la acción solidaria, para que en al aula se dé la relación con el otro que nos lleve a compartir universos que hagan posible la convivencia cotidiana.
Carlos Aldana habla de “la pedagogía de los espacios interpersonales” y defiende que “el mundo necesita el esfuerzo pedagógico para hacer de la educación el sistema de aprendizajes que nos permitan vivir plenamente en todos los espacios que compartimos”. La pedagogía de los espacios interpersonales, la llama. Y recurre a Bauman, que advertía que “cuanta más atención consume la proximidad de tipo virtual, menos tiempo se dedica a la adquisición de las habilidades que la proximidad no-virtual requiere”.
Mucha atención a que nuestras chicas y chicos crean que no es necesario vivir cerca de los demás. Por el contrario, mucha dedicación para lograr que el aula y el hogar sean los espacios y los momentos para el diálogo y la cercanía con los demás. Titánico y hermoso desafío que nos permita combatir y doblegar la tiranía de las pantallas y la soledad.
Vuelta a la raíz, en fin. Vuelta a Platón para aprender a evadirnos del engaño de nuestros sentidos. Y acercarnos a lo que me gusta llamar “escuela del vínculo”.