Keira es joven, tan joven como una mañana que no acaba de nacer porque la noche estira su espalda hasta el horizonte curvo de los sueños. Pero aunque es joven, a sus veintiséis años le ha ofrecido al mundo más arte que otros que mueren sembrados de mediocridad pero les vence su soberbia. Y no sólo porque triunfara con «Piratas del Caribe» y rociara los brazos de Orlando Bloom con su belleza de nácar; no sólo porque la Academia de Hollywood le concediese la sonrisa de una nominación por su «Orgullo y prejuicio»; ni tan siquiera porque ahora sumerja su talento entre la sabiduría de Vigo Mortessen y el talento de Michael Fassbender en «Un método peligroso» para, a las órdenes de David Cronenberg dibujar la atormentada alma de Sabina Spielrein, la sensual y sexual mujer que amó a Jung y cautivó a Freud, siendo ella misma esclava de su estremecido deseo carnal.
Keira Knightley es una mujer adorable y una actriz adorada. Su mirada diagonal y su piel blanca como el mar de invierno coinciden en las esquinas de las narraciones en las que nada plácida y atormentadamente a la vez. Tal vez esa es la razón que la lleva a vestirse con el alma de Ana Karenina, su próximo sendero, el gran desafío del que espera salir reina y plebeya a la vez, pues ella dice que es su más grande reto de toda su carrera. Mientras llegan los restos del naufragio que va a devorarla como actriz y como mujer, deslicemos una cortina de mármol por su sonrisa.