Tim Burton la hizo actriz. Fue su Alicia, su niña huida, su frase mejor escrita en un
mundo traslúcido de puertas que cierran universos, ventanas que abren firmamentos y relojes que nunca marcan la hora de la verdad. Recogió los vientos australes, los metió en un minúsculo bolso y aprendió los versos incompletos que le entregó el mago Burton para darle la réplica a Johnny Depp, Helena Bonham Carter y Anne Hathaway y salir de su particular y restringido mundo para iniciar un camino cuyo final se aventura lejano.
Mia es blanca. Muy blanca la tez, muy claro el pelo, muy azules los ojos, muy limpia la voz. Mia es un fruto cercano, calmado y eléctrico al mismo tiempo que se acerca a la vida y el tormento del universo del que es dueño y señor Michael Fassbender, del que acabará enamorándose y al que se entregará después de que cielo se hunda sobre sus cabezas y los fuegos infernales de la locura humana acaben derribando haciendas y consumiendo vidas. Y Mia es Jane. Dulce, firme, frágil, amante, amada. Mia es la actriz que se bebe el ser de la desdichada Jane y se lo entrega al espectador para que palpite la emoción de los sorbos de deseo y dicha que el destino nos ofrece.
Mia Eyre, Jane Wasikowska ha elegido el más agreste párrafo del delirio que Charlotte Brontë imaginó y con el que construyó este grandioso edificio narrativo que ahora podemos contemplar con la admiración que la sencillez de Mia nos procura. Mia, la que se cree huérfana. Mia, la que siente el dolor de la humillación de su tía. Mia, la que aprende que el sufrimiento es escuela de salvación. Mia, la que llega a ser maestra de ricos que no quieren aprender. Mia, la seductora sin quererlo, la amante sin desearlo, la amada sin saberlo. ¡Y cómo nos lo da todo! ¡Cuánta generosidad en su interpretación para abrumarnos con su fuerza y su firmeza de actriz entera! Mia, la blanca. La mar.