
No hay salida: la IA nos invade y, claro, nos preocupa. En 2022 nació ChatGPT y los cimientos del convencimiento educativo se resquebrajaron. La ola de la prohibición del uso de los dispositivos en las escuelas y su limitación en
institutos y universidades cubre ya las playas de la educación y la resaca que produzca dejará ver los restos del naufragio.
Retumba en mi memoria un debate ya vivido. Porque la IA se ve como amenaza, como sucedió otrora con la calculadora, “la informática” o los móviles. Eso sí, mientras, mantenemos esquemas que no sorprenderían a
docentes de hace cien años o más si los trajésemos a nuestras aulas a bordo de un DeLorean rojo.
Los algortimos manejan millones de datos, pero no crean significados. He ahí la ventaja. Por eso, no vamos a ver quién sabe más, “ella” o el profesorado, sino cómo contribuimos a que el alumnado desarrolle sus capacidades en un
entorno de alto nivel moral y ético. Los docentes no monopolizamos las fuentes del conocimiento y eso genera
inseguridad y se disparan los resortes de la prohibición y de la negación, pero las amortiguaremos si afrontamos la apasionante empresa alfabetizadora de promover un uso crítico de los nuevos entornos de aprendizaje.
La IA nos supera en memorización, pero hay llanuras que no transita y eso es un estímulo para volver a las destrezas básicas de las que habla Xavier M. Celorrio: recuperar la escritura a mano, el hábito de pensar y calcular o la exposición oral. La vuelta, en definitiva, a la naturaleza.