Hay palabras que viven sus horas bajas. Una de ellas es conceptos, poco popular aunque en la intimidad defendamos su importancia. Entendidos como palancas de ordenamiento de la psique, son útiles, pues simplifican las tareas de aprendizaje, facilitan la comunicación y ayudan a distinguir entre realidad y ficción. Bruner afirma que se pueden analizar con respecto a la forma de representación icónica, simbólica y activa. Quizás en nuestro sistema escolar hay un cierto déficit en desarrollar esta última.
La presencia de los conceptos en la escuela necesita de más calle, de más barrio, de más pueblo, de más ciudad. En programas educativos como “Aprendiendo a emprender” manejamos muchos conceptos cuya asunción encuentra su pleno significado cuando, por ejemplo, el alumnado visita una empresa o realiza un estudio de su entorno para analizar su realidad y proponer acciones de transformación.
Aquí volvemos a los griegos, creadores del modelo binario educación-instrucción y asumimos con Juan Carlos Tedesco que “el desempeño productivo y el ciudadano requieren el desarrollo de una serie de capacidades que no se forman ni espontáneamente ni a través de la mera adquisición de informaciones o conocimientos”. Tan necio es echarnos en manos de los conceptos como aceptar únicamente la experimentación como fuente de crecimiento.
Por eso, la escuela ayuda a construir procesos de experiencia compartida. En ese punto de encuentro radica el crecimiento de comunidades ricas y fértiles.