La pasada semana convivimos con la alegría del reconocimiento a un centro aragonés a nivel nacional. Uno más, felizmente, pues contamos con numerosos proyectos educativos de gran calidad.

   Recibir un premio en nuestra profesión es un estímulo para diluir el inmovilismo. Necesitamos que se reconozca la valía de nuestro trabajo, sobre todo en aquellos casos en que se exprese un carácter innovador o una aportación más allá de lo ordinario.

   Nos movemos en un entorno en el que una mejor o peor práctica docente rara vez tiene consecuencias en el desarrollo profesional. Por eso, la obtención de premios es casi la única forma de lograr la energía que nos convenza de que hacemos una buena labor.

   Este es un texto prosaico, sí. No me reconozco escribiendo alejado del perfume poético habitual, pero me veo empujado a ver cómo el profesorado se aleja en ocasiones de la cooperación, de la calidez del igual y cómo tiene que buscar en su interior el amor por las cosas bien hechas. La vocación, dicen. Pero eso es jugar a todo o nada. Hay que proponerles a los docentes caminos de reconocimiento a sus méritos, impulso para el ejercicio de una profesión demasiado expuesta a la crítica y la evaluación social y débil receptora de apoyos.

   Obtener un premio facilita que otros docentes, otros centros vean en los premiados espejos en los que mirarse, océanos que nos inviten a navegar. Eso sí: para vivir esto con limpieza de espíritu se necesitan redes transparentes, conversaciones sinceras, debates nítidos y respeto y afecto mutuo. Porque tenemos que evitar certámenes vacuos y pedir premios que valoren la mejora del aprendizaje, el crecimiento personal, la construcción del pensamiento crítico y la creatividad y la personalización de las iniciativas. Como el otorgado por la Fundación Princesa de Girona al IES “Ramón y Cajal”, de Zaragoza, que tan felices nos hace, por promover un modelo inclusivo y ser un referente en la integración en el mundo laboral. Así, sí.

Juan Antonio Pérez Bello
japbello@gmail.com
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