Merlí es un tipo duro, tierno, capaz, inepto, entregado, egoísta. Es tan humano que al mismo tiempo que nos atrae, nos produce irritación. Su libertad es su naufragio y quizás por eso algo en él nos seduce y lo convierte en irresistible: se atreve a saber.
La serie de televisión puede parecer una voz no siempre escuchada, una ola que a veces no llega a la orilla. Es, en fin, un manifiesto a favor de la filosofía, no como área, no hablamos de currículo, sino como posibilidad de que la persona (el alumnado) desarrolle habilidades necesarias para el pensamiento. Porque se trata de construir gente capaz de pensar por sí misma, de compartir, dialogar, disentir, razonar.
Precisamente ahora, cuando necesitamos aprender a ver que el mundo no es monolítico y que cada una tiene su forma de entender la ética, la estética, la política. Cuando tanta falta nos hace entender que el diálogo es una herramienta eficaz, instructiva, propia del ser humano y fundamental para la convivencia, en el aula y en la vida.
Lo que la serie nos muestra es un microcosmos cercano, con el que todos nos identificamos y al que consideramos, al mismo tiempo, idílico. Pero no lo vemos como un obstáculo, pues en el relato hay algo posible: la dimensión expresiva que el heterodoxo profesor nos invita a cultivar. Por eso la filosofía cabe en nuestra vida si la consideramos la puerta a la expresión, el sendero hacia la sabiduría.
Por ello, dos sugerencias respuestas. La primera, que en las aulas a veces buscamos el silencio del alumnado, cuando lo que proponemos es activar su escucha. La segunda, no dar ninguna verdad por absoluta y para ello encontrar buenas preguntas. Así será más fácil que las criaturas crezcan con un estilo de pensar que se convierta en una forma de vivir. Merlí, categórico, lo resume así: “Peripatéticos, recuerden. La felicidad no es una estación a la cual hay que llegar, sino una manera de viajar”. Algo de la luz de Ítaca nos queda.