Llegas al cole. Te encuentras con las compañeras. Hay palabras de afecto. Siempre es igual. Y gusta. Es fácil llevarse bien con tus iguales, es fácil hacer fácil la convivencia. Se acerca el momento de recibir a los chicos y chicas. En las filas siempre hay alegría. La sonrisa es nuestra amiga. Los papás y mamás sujetan el mundo, su mundo, en actitud expectante aunque confiada. Me gusta saludarles. Me gusta ese roce de palabra que invita a la acogida.
La entrada a clase procuro que sea plácida. Esperamos a que haya una atmósfera de calma. Sosiego en la puerta. Cuando entramos y nos acomodamos hablo con cada uno de ellos. Preguntarles qué tal están e invitarles a que nos hagan partícipes de sus vidas es un ejercicio amable y esperado por todos. Luego viene la rutina. Las rutinas. Y hablamos del plan del día. Lo que vamos a hacer, lo que podemos aprender. Y lo que esperan. Lo que espero.
Las dos primera horas siempre son cálidas, confortables. Todo discurre con fluida complacencia hasta que llega el recreo. El Momento. Deseado. Ahí vivimos la vida en estado puro. En alma viva. Siempre suceden cosas. «Él me ha dicho». «Ella ha hecho». «Ellos no me dejan». «Ellas no me quieren». «Todos convivimos».
Regresamos del recreo. Nueva ronda de expresión. Uno por una. Una por uno. ¿Qué tal? ¿Qué nos puedes contar? ¿Qué te apetece compartir? Y surge la chispa. La breve explosión de incomprensión que tratamos de reconducir procurando que las ganas de querernos venzan al deseo de enfrentarnos. Pero ya es más difícil que a primera hora. Los roces ya nos queman y las frases que antes eran cartas de amistad ahora son postales de rivalidad. En ocasiones se mastica la mala competitividad.
¿Vamos al comedor? Es un espacio y un momento especial. Necesario porque las familias se ven empujadas a hacer uso de un servicio que soluciona un problema. Luego, al acabar, vuelta a clase. Y volvemos a hablar. ¿Cómo estás, L.? ¿Qué tal, M.? ¿Ha ido bien, R.? La jornada ha crecido. Se ha hecho madura. Lo que por la mañana era buenos propósitos y ganas de hacerlo todo bien a estas horas ya es un muestrario de rozaduras que escuecen. Digamos que a esas horas ya hace mucho tiempo que comenzó todo. Demasiado tiempo.
Hay que cambiar el ritmo. La velocidad de estar con los demás, por los demás. Hay que acariciar la tarde para que no sea un pozo de desencuentros. Y sale bien. Casi siempre sale bien. Y conseguimos, con su dulzura y nuestro cariño, que el día crezca de la mano de la convivencia. Y cuando nos despedimos lo hacemos con la mirada puesta en la mañana siguiente. que será como las demás, pero nunca igual. Distinta, como cada amanecer.