(Este artículo lo publiqué el 15 de marzo de 2017 en Heraldo Escolar)
“En general, no están hoy todos conformes acerca de los objetos que (la educación pública) debe abrazar; antes, por el contrario, están muy lejos de ponerse de acuerdo sobre lo que los jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud y la vida más perfecta. Ni aún se sabe a qué debe darse la preferencia, si a la educación de la inteligencia o a la del corazón (…) No se sabe, ni poco ni mucho, si la educación ha de dirigirse exclusivamente a las cosas de utilidad real o si debe hacerse de ella una escuela de virtud o si ha de comprender también las cosas de puro entretenimiento”.
Este párrafo, que muchos docentes firmarían mínimamente en 2017, fue escrito hace 2400 años por Aristóteles. Lo leemos en «Política», en el libro 5, capítulo 1, y sorprende su vigencia y la sabiduría que encierra cada frase. El filósofo griego ya establecía el punto de debate preciso que llega hasta nuestros días y que obtiene diferentes lecturas, según posición ideológica, forma de entender la vida o lugar en el mundo que ocupemos.
Con el tiempo nuestro entorno occidental ha elaborado una cultura que acepta que educar es más que enseñar y queremos pretender una formación integral del ser humano. También asumimos que saber es mejor que no saber, pues cuando adquirimos conocimientos nos acercamos a un nivel de dignidad propio de nuestra especie. Por demás, si así mejoramos como personas será más fácil que nuestra sociedad también sea mejor.
Sin embargo, estamos viviendo un cierto resurgir de planteamientos conservadores en lo moral, lo político y también lo educativo. Son ideas que nos invitan a recuperar ciertos valores que priman la seguridad ante un futuro próximo incierto y lleno de interrogantes sin respuestas. Esa tendencia conlleva una prevalencia por pretender que todo se pueda medir, sobre todo en términos de eficacia, aproximándonos a un paisaje en el que el mercado es el que regula la educación de calidad. En otras palabras, se presenta el hecho educativo como una herramienta que orienta a los futuros ciudadanos, hoy estudiantes, a un mercado laboral como fin último, recuperando el concepto de competencia frente a otras dimensiones de la vida de las personas.
Acordar una idea común es un apasionante desafío que nos llevará tiempo resolver. Sin duda es tiempo de convenir con Anatol France que “el futuro está oculto detrás de los hombres que lo hacen”.