Si decimos que la escuela rural aragonesa es innovadora y en ella participa toda la comunidad educativa es difícil encontrar a alguien que no esté de acuerdo. Lo firmamos sin puntos ni comas que añadir, sobre todo quienes hemos pisado durante décadas aulas ubicadas al final de serpenteantes carreteras y en medio de paisajes hermosos en su silencio.
Ser maestra o maestro en una escuela de pueblo, en un instituto rural es un gesto que, cuando es voluntario, despierta la extrañeza y hasta la sospecha. No es lo habitual y en muchas ocasiones quienes lo protagonizan tienen que batallar con la incomprensión de unos y otros, actitud esta que se extiende a otros órdenes del universo docente. Es una muy buena noticia que la administración educativa promueva la incorporación al currículo de contenidos relacionados con el mundo rural, que se extiendan las aulas de 2 años a colegios rurales y que se sostengan las políticas de estabilidad del profesorado. Por ejemplo.
La escuela rural, así, como concepto, despierta un sentimiento de ternura, pero estéril si no lo acompañan decisiones valerosas y con sentido de permanencia. Estamos muy leídos ya y conocemos demasiadas historias de entregados docentes que afrontan su experiencia profesional como un gesto loable pero aislado. Y en nuestras localidades más pequeñas ya no necesitamos a Omar Estrada (El profe Omar) ni a Don Gregorio (La lengua de las mariposas). No necesitamos héroes, heroínas que se enfrenten en soledad a las dificultades, sino actuaciones decisivas como las descritas que contribuyan a generar proyectos comunes de futuro. Así, habrá un día en que no sea preciso tener que escribir dedicatorias como la que aparece en los títulos de crédito de “Hoy no pasamos lista”: “A esos maestros rurales que sin regatear sacrificios llevan la luz de la cultura hasta los pueblos más apartados de España”. Como Don Manuel (Fernando F. Gómez), el nuevo maestro de Peñascales. Como tú. Como tantos.