No hay salida: la IA nos invade y, claro, nos preocupa. En noviembre de 2022 nace ChatGPT y los cimientos del convencimiento educativo ya se han resquebrajado. En Nueva York, por ejemplo, se ha prohibido su uso en los dispositivos de las escuelas y se ha limitado en institutos y universidades.
A mí me retumba en la memoria un debate ya vivido. Porque la IA se ve como una amenaza, como sucedió otrora con la calculadora, “la informática” o los móviles. Eso sí, mientras, mantenemos esquemas que no sorprenderían a docentes de hace cien años o más (yo diría que más) si los trajésemos a nuestras aulas a bordo de un DeLorean rojo.
Los algortimos manejan millones de datos, pero no crean significados. He ahí la ventaja. Por eso, no vamos a ver quién sabe más, “ella” o el profesorado, sino cómo contribuimos a que el alumnado desarrolle sus capacidades en un entorno de alto nivel moral y ético.
Los docentes no monopolizamos las fuentes del conocimiento y eso nos genera inseguridad y disparan los resortes de la prohibición y de la negación, pero las amortiguaremos si afrontamos la apasionante empresa alfabetizadora de promover un uso crítico de los nuevos entornos de aprendizaje.
La IA nos supera en memorización, pero hay llanuras que no transita y eso es un estímulo para volver a las destrezas básicas de las que habla Xavier M. Celorrio: recuperar la escritura a mano, el hábito de pensar y calcular o la exposición oral. La vuelta, en definitiva, a la naturaleza.