Regreso a casa después de asistir a la proyección de un documental en la Facultad de Educación de Zaragoza y cuando me siento en mi sillón favorito tengo que sacudirme el polvo de mis zapatos. Es extraño, pues no he pisado tierra, pero mi ropa acoge el aroma de las calles de mi barrio Oliver, en mis ojos aún brilla la luz del sol de su atardecer, mi memoria acaricia el paisaje de las voces de los niños.
Orencio Boix, director del proyecto, nos recuerda que documental y docencia comparten etimología: “docere”, enseñar, incluso mostrar. Es verdad, como lo es que Oliver, sin prestar raíz semántica, es sinónimo de crecer, construir, convivir.
El tren fue durante décadas frontera que unía y separaba el barrio. La vía, la razón a partir de la cual nacían y morían las mil formas de sentir la vida. Hoy, un corredor verde cubre los sueños de quienes viajamos en aquellos vagones ruidosos y torpes que nos llevaban a Valencia a bebernos el aroma del mar y mecernos en las olas de su música.
Cincuenta años después el viaje continúa. Sigue habiendo niños esperando el tren, como en el docu de Ignacio Agüero, pero ahora quien atraviesa el barrio no es una máquina sin alma sino un relato enamorado. “Las clases”, que así se llama ese poema inacabado que emociona por su limpieza, es pura llama porque así lo quieren las voces de los niños y niñas del CEIP Ramiro Soláns. Sus fotogramas son destellos de comunidad abrazada a la igualdad y su música se acuesta en la riqueza de su diversidad.
Cada palabra alcanza un significado y aunque las mascarillas se empeñan en ocultar la emoción del encuentro, al espectador le llega un mensaje que es único porque es múltiple: los habitantes de este ecosistema heterógeneo han edificado una atmósfera de convivencia en la que es posible aprender.
Ya es tarde. Cierro los ojos y me veo a mí mismo jugando al fútbol en “los campos del Luis”, los mismos sobre los que palpita este joven corazón que no entiende de clases, que es vía de emancipación.