Celia es un nombre muy literario, razonablemente televisivo y rotundamente cinematográfico. Literario porque así se llamaba la protagonista de unos cuentos muy populares escritos por Elena Fortún en 1929 y 1932. Televisivo porque la conocimos en pantalla gracias a Carmen M. Gaite y José L. Borau en 1993. Y cinematográfico porque la protagonista de la aclamada y galardonada “Las niñas” se llama así y forma parte, ya, del imaginario cultural español, Goyas mediante.
La cinta de Pilar Palomero es un bellísimo lienzo de la España de los 90, un sutil relato de la transición biológica y emocional de un grupo de niñas a un estado de incertidumbre que nadie puede atenuar. Y mucho menos la escuela. Desde luego no aquella escuela; no de aquella manera.
La transmisión cultural que se produce aún hoy en las aulas a través de los contenidos no siempre se apoya en la toma de conciencia, en este caso, de las chicas del relato. Su propio ser les hace vivir en una permanente búsqueda de referentes y si la familia y la escuela no responden a sus mil interrogantes explorarán en otros lugares y escucharán otras voces. Por eso la narración gana fuerza. Porque refuerza la idea de que el feminismo hoy debe ser un movimiento social de pensamiento global e intergeneracional en el que la presencia de mujeres jóvenes es clave.
La sociedad, la escuela de los años 20 pueden ofrecer una nada estridente respuesta al ruido patriarcal de los años 90 y sacarle los colores a las diversas formas de opresión que sufren las mujeres (las niñas), en cuyo afán estamos todas las personas que creemos que la educación es Territorio Igualdad. Lo expresa con certera sabiduría Francesca Salvá: “Educar en tiempos de la cuarta ola feminista significa educar en un contexto donde la problematización de la igualdad entre mujeres y hombres centra el debate social”. Lo cantaron con segura lucidez “Los niños del Brasil”: “Recuerda nuestros planes (…). No intentes convencerme de que todo ha sido en vano”.
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