
(Publicado en Heraldo Escolar el 30 de abril de 2014)
Un centro educativo abre sus puertas cada día a un mundo en el que cada vez es menos cierta la certeza. Los maestros y maestras recibimos en nuestras aulas tantas vidas como alumnos son. Las familias entregamos lo más preciado, lo más amado y lo hacemos confiados en la labor y el compromiso del profesorado.

Cuando ese instante se produce en cada centro escolar hay tres personas que durante unos segundos miran en su interior y se preguntan si todo está bien, si cada decisión tomada ha aportado la solución adecuada. Si cada pregunta ha encontrado la respuesta requerida. Hablamos de los equipos directivos.
España ha visto evolucionar la figura del director desde aquella figura autocrática de los años 50 y 60 hasta la actual. Sin embargo, siempre hemos mantenido una distancia con otros modelos europeos y en estos momentos contamos, en términos generales, con equipos escasamente formados, discretamente vocacionales y modestamente considerados, tanto por los claustros como por la sociedad.
Es un hecho que el sistema educativo cuenta con unos cuadros medios desmotivados, en ocasiones ejerciendo su función por decisión administrativa y, sobre todo, desubicados en cuanto a sus funciones. Pero también es un hecho que estos equipos los forman personas que se dejan el alma para ser capaces de analizar situaciones, afrontar problemas, gestionar conflictos, motivar al profesorado, liderar procesos de transformación educativa, atender con amor y compromiso a las familias, establecer objetivos, gestionar recursos, acompasar tiempos, acoger al viajero, confortar al que sufre y ser igual con sus iguales. ¡Ah! Y recordarse a sí mismo que, en medio de semejante laberinto, siempre será lo que quiso ser: maestro, maestra.
Es tiempo de cambios y llegan mensajes de profesionalización, autonomía en gestión y evaluación, liderazgo, formación y rendición de cuentas. Es menester que no falte el mensaje del reconocimiento. La sociedad a la que servimos debe colaborar a ello.