Voy a ponerme en lo mejor. Supongamos que soy muy joven, estoy a punto de terminar mi formación universitaria y el aula, llanura seductora, asoma por la esquina del futuro. Situado en ese punto, a veces imagino las preguntas que me gustaría responder y hay tres que siempre aparecen en mi lista de favoritas: ¿qué grandes cuestiones tengo que tener en cuenta para convertirme en un buen docente? ¿Qué tengo que aprender para poder enseñar mejor? Y ¿quiénes son mis aliados en la tarea educativa y dónde puedo encontrarlos?
Para responderlas, dos certezas. Ambas las he aprendido después de cuatro años de universidad, muchas lecturas y nunca suficientes conversaciones. Una: que educar va más allá de la escuela, por lo que tendré que estar muy atento a lo que sucede en esta sociedad y, sobre todo, estudiar y analizar la realidad en profundidad. Asumo a Henry Giroux, quien ve a los docentes como intelectuales reflexivos y buenos conocedores de los problemas sociales. Dos: que hay que recuperar el valor de lo culturalmente relevante y fijarse especialmente en lo socialmente necesario. De nuevo Giroux.
Pero no me olvido de las tres preguntas. Sigo siendo muy joven y ya veo que la escuela que necesitamos tiene que proporcionar algunas herramientas que yo, que estoy a punto de empezar mi carrera profesional, considero imprescindibles. Pongamos tres: ofrecer las mismas oportunidades, abrirse a su entorno y a los problemas de su tiempo y fomentar el crecimiento personal.
Todo esto lo escribo después de ver “La lengua de las mariposas”, la película de José L. Cuerda que glosa la figura de Don Gregorio, el maestro que no pega, que es comprensivo y amable, que les enseña a los niños y a las niñas que las mariposas tienen lengua. Y que sabe que ”si conseguimos que una sola generación crezca libre en España ya nadie podrá arrancarle nunca la libertad”. Palabras aún vigentes y necesariamente dignas de ser incorporadas al análisis de nuestra sociedad.